Érase un gran edificio llamado Diccionario de la Lengua Castellana. Por dentro era un laberinto tan maravilloso que ni el mismo de Creta se le igualaba. Una mañana se sintió gran ruido de voces, patadas, choque de armas, roce de vestidos, llamamientos y relinchos, como si un numeroso ejército se levantara y vistiese a toda prisa, apercibiéndose para una tremenda batalla.
Delante marchaban unos heraldos llamados Determinantes, vestidos con magníficas túnicas y cotas de finísimo acero; no llevaban armas, y sí los escudos de sus señores los Sustantivos, que venían un poco más atrás.
Junto a los sustantivos marchaban los Pronombres, que iban a pie y delante, llevando la brida de los caballos, o detrás, sosteniendo la cola del vestido de sus amos, ya guiándoles a guisa de lazarillos, ya dándoles el brazo para sostén de sus flacos cuerpos.
Detrás venían los Adjetivos, todos a pie; y eran como servidores o satélites de los sustantivos, porque formaban al lado de ellos, atendiendo a sus órdenes para obedecerlas.
Como a diez varas (unos ocho metros) de distancia venían los Verbos, que eran unos señores de lo más extraño y maravilloso que puede concebir la fantasía. No es posible decir su sexo, ni medir su estatura, ni pintar sus facciones, ni contar su edad, ni describirlos con precisión y exactitud.
Tras éstos venían los Adverbios, que tenían catadura de pinches de cocina; como que su oficio era prepararles la comida a los verbos y servirles en todo.
Las Preposiciones eran enanas, y más que personas parecían cosas, moviéndose automáticamente: iban junto a los sustantivos para llevar recado a algún verbo, o viceversa. (...)